lunes, 4 de mayo de 2020

73. Los escritos de los profetas invitan a recobrar la fortaleza en los momentos difíciles contemplando al Dios poderoso que creó el universo. El poder infinito de Dios no nos lleva a escapar de su ternura paterna, porque en él se conjugan el cariño y el vigor. De hecho, toda sana espiritualidad implica al mismo tiempo acoger el amor divino y adorar con confianza al Señor por su infinito poder. En la Biblia, el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo, y esos dos modos divinos de actuar están íntima e inseparablemente conectados: «¡Ay, mi Señor! Tú eres quien hiciste los cielos y la tierra con tu gran poder y tenso brazo. Nada es extraordinario para ti […] Y sacaste a tu pueblo Israel de Egipto con señales y prodigios» ( Jr 32,17.21). «El Señor es un Dios eterno, creador de la tierra hasta sus bordes, no se cansa ni fatiga. Es imposible escrutar su inteligencia. Al cansado da vigor, y al que no tiene fuerzas le acrecienta la energía» (Is 40,28b-29).

72. Los Salmos con frecuencia invitan al ser humano a alabar a Dios creador: «Al que asentó la tierra sobre las aguas, porque es eterno su amor» (Sal 136,6). Pero también invitan a las demás criaturas a alabarlo: «¡Alabadlo, sol y luna, alabadlo, estrellas lucientes, alabadlo, cielos de los cielos, aguas que estáis sobre los cielos! Alaben ellos el nombre del Señor, porque él lo ordenó y fueron creados» (Sal 148,3-5). Existimos no sólo por el poder de Dios, sino frente a él y junto a él. Por eso lo adoramos.

71. Aunque «la maldad se extendía sobre la faz de la tierra» (Gn 6,5) y a Dios «le pesó haber creado al hombre en la tierra» (Gn 6,6), sin embargo, a través de Noé, que todavía se conservaba íntegro y justo, decidió abrir un camino de salvación. Así dio a la humanidad la posibilidad de un nuevo comienzo. ¡Basta un hombre bueno para que haya esperanza! La tradición bíblica establece claramente que esta rehabilitación implica el redescubrimiento y el respeto de los ritmos inscritos en la naturaleza por la mano del Creador. Esto se muestra, por ejemplo, en la ley del Shabbath. El séptimo día, Dios descansó de todas sus obras. Dios ordenó a Israel que cada séptimo día debía celebrarse como un día de descanso, un Shabbath (cf. Gn 2,2-3; Ex 16,23; 20,10). Por otra parte, también se instauró un año sabático para Israel y su tierra, cada siete años (cf. Lv 25,1-4), durante el cual se daba un completo descanso a la tierra, no se sembraba y sólo se cosechaba lo indispensable para subsistir y brindar hospitalidad (cf. Lv 25,4-6). Finalmente, pasadas siete semanas de años, es decir, cuarenta y nueve años, se celebraba el Jubileo, año de perdón universal y «de liberación para todos los habitantes» (Lv 25,10). El desarrollo de esta legislación trató de asegurar el equilibrio y la equidad en las relaciones del ser humano con los demás y con la tierra donde vivía y trabajaba. Pero al mismo tiempo era un reconocimiento de que el regalo de la tierra con sus frutos pertenece a todo el pueblo. Aquellos que cultivaban y custodiaban el territorio tenían que compartir sus frutos, especialmente con los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros: «Cuando coseches la tierra, no llegues hasta la última orilla de tu campo, ni trates de aprovechar los restos de tu mies. No rebusques en la viña ni recojas los frutos caídos del huerto. Los dejarás para el pobre y el forastero» (Lv 19,9-10).

70. En la narración sobre Caín y Abel, vemos que los celos condujeron a Caín a cometer la injusticia extrema con su hermano. Esto a su vez provocó una ruptura de la relación entre Caín y Dios y entre Caín y la tierra, de la cual fue exiliado. Este pasaje se resume en la dramática conversación de Dios con Caín. Dios pregunta: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Caín responde que no lo sabe y Dios le insiste: «¿Qué hiciste? ¡La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo! Ahora serás maldito y te alejarás de esta tierra» (Gn 4,9-11). El descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el vecino, hacia el cual tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi relación interior conmigo mismo, con los demás, con Dios y con la tierra. Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia ya no habita en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro. Esto es lo que nos enseña la narración sobre Noé, cuando Dios amenaza con exterminar la humanidad por su constante incapacidad de vivir a la altura de las exigencias de la justicia y de la paz: « He decidido acabar con todos los seres humanos, porque la tierra, a causa de ellos, está llena de violencia » (Gn 6,13). En estos relatos tan antiguos, cargados de profundo simbolismo, ya estaba contenida una convicción actual: que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás.

69. A la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria»[41], porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31). Precisamente por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, ya que «por la sabiduría el Señor fundó la tierra» (Pr 3,19). Hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad. Por eso los Obispos de Alemania enseñaron que en las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad del ser sobre el ser útiles»[42]. El Catecismo cuestiona de manera muy directa e insistente lo que sería un antropocentrismo desviado: «Toda criatura posee su bondad y su perfección propias […] Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas»[43].

68. Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo, porque « él lo ordenó y fueron creados, él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una ley que nunca pasará » (Sal 148,5b-6). De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en relación con los demás seres vivos: « Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos » (Dt 22,4.6). En esta línea, el descanso del séptimo día no se propone sólo para el ser humano, sino también « para que reposen tu buey y tu asno » (Ex 23,12). De este modo advertimos que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas.

67. No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que, desde el relato del Génesis que invita a « dominar » la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Porque, en definitiva, «la tierra es del Señor » (Sal 24,1), a él pertenece « la tierra y cuanto hay en ella » (Dt 10,14). Por eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: « La tierra no puede venderse a perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en mi tierra » (Lv 25,23).